Así que, siguiendo el mandamiento local, lo primero a recorrer es la costanera. Nos mezclamos entre gente que hace footing, turistas sin prisa y parejas acarameladas. Hay paradas obligadas: admirar el edificio de la ex estación fluvial (donde funciona la Oficina de Turismo) y sus palmeras despeinadas, comer una buena picada artesanal con cerveza de idéntica estirpe en el jardín de El Sótano de los quesos, para después sentarse en el muelle que recibió a los inmigrantes suizo-franceses, allá por 1857, y que hoy es tierra de pescadores.
Caminar hacia adentro de Colón es confirmar que, a sólo 320 km de Buenos Aires, existe un destino con toda la parafernalia turística –hoteles, casino, cafés, feria artesanal y comercios varios– pero que aún conserva ese no-se-qué especial de la vida pueblerina. Los chismes, las siestas, los mates en la puerta.
Nadie cuestiona que las callecitas adoquinadas del viejo puerto, con su impronta colonial, son las dueñas del mayor pintoresquismo. En cada cuadra se repiten los faroles que asoman entre los lapachos, las veredas anchas y sobreelevadas, y las casas de antaño con patio y aljibe, como la que alberga a la Hostería del Puerto. Sus habitaciones están cálidamente decoradas con muebles de madera y recrean cierto aire de época sin descuidar la comodidad, todo un logro de sus dueños actuales.
Este sector se consolida, además, como un nuevo polo gastronómico, con algunas propuestas innovadoras. La Cosquilla del Ángel sirve tapas y bruschetta (una novedad para los comensales, acostumbrados a las milanesas con papas fritas del clásico El Viejo Almacén) en una vieja casa reciclada. Si se prefiere algo íntimo, acaso romántico, éste es el lugar: de noche ofrece velas, jazz y vista al río desde la terraza.
Junto a la antigua salida de carretones se esconde el secreto de Colón, Verde Gourmet, el restaurante vegetariano del chef Martín Ponce. Con una carta que combina especialidades macrobióticas y raw food (comida orgánica sin cocción) con otras recetas más comunes adaptadas al formato vegetariano, No fue fácil convencer al público local de que se podía comer sabroso obviando carnes y bebidas alcohólicas.
De todo un poco se puede hacer en Colón, siempre que se vaya más allá de los clichés turísticos. Nuestro próximo destino son unas islas desiertas del río Uruguay. Nos subimos a un semirrígido y el primer golpeteo de olas nos arrima a la isla Queguay Grande. Enfrente se divisa la ciudad de Paysandú. No hay una línea divisoria, pero sabemos que en un momento pasamos de la Argentina a Uruguay.
Hacemos un alto en la vieja calera de Colombo, que data de 1870, y el bote se adentra en un misterioso túnel.
Mientras nos alejamos, el paisaje comienza a mutar. Las arenas son cada vez más blancas. Los verdes se multiplican. Los silencios se acentúan, para ceder paso a otros sonidos más amables. Llegamos a los Bancos del Caraballo, una especie de caribe entrerriano formado por grandes médanos.
La travesía continúa por un brazo secundario del río Uruguay hasta el Banco de las Ánimas, y culmina en una isla deshabitada cubierta por una selva en galería, con enredaderas, lianas y epifitas.
De regreso a tierra firme, nos revelan un dato que ni sospechábamos: a metros de la ruta 135 funciona una bodega, Vulliez Sermet, que además es la única del litoral. ¿Viñedos en Entre Ríios? Sí señor. Jesús Vulliez se las ingenió con el clima húmedo y plantó cepas de Chardonnay, Malbec, Merlot, Cabernet Sauvignon, Tannat, Syrah y Sangiovese en las cinco hectáreas de la finca que perteneciera al suizo Joseph Favre. La casona color salmón construida sobre ésta, fueron reacondicionadas y hoy se pueden conocer en una visita guiada. Si avisa con tiempo, también le preparan una tabla de quesos y fiambres, acompañada por un vino de la bodega.
Quienes opten por un rato de relax tendrán que hacer un tirón más –30 km– para visitar las termas de Villa Elisa, preferidas por los habitués del turismo saludable (están también las de Colón y San José). El complejo ofrece ocho piscinas de diferentes temperaturas. Las termales oscilan entre los 36º y 40º, varias de ellas con hidrojets y unos potentes chorros de agua ideales para aliviar dolores cervicales. La última atracción es un simulador ara sorpresa de muchos, la región es de larga tradición vitivinícola. En las cercanías del río Uruguay llegaron a funcionar alrededor de 30 bodegas, muchas de ellas manejadas por inmigrantes franceses. En 1936 una ley prohibió la comercialización de vinos que no fueran procedentes de la región de Cuyo o las provincias cordilleranas del norte, y los productores locales debieron decirles au revoir a sus viñedos. Recién en 1998 quedó sin efecto la medida. Vulliez adquirió esta propiedad cuatro años después, y logró que se volviera a hablar de vinos en la provincia.
de olas, de agua fría, al estilo de las playas artificiales japonesas, pero a pequeña escala.
Basta pispiar una guía telefónica local para notar que los Micheloud y los Delaloye son aquí apellidos tan corrientes como Pérez. La historia cuenta que hubo un desembarco en estas costas, a fines del siglo XIX. Los llegados provenían de los Alpes: franceses de la Alta Saboya, suizos del cantón de Valais, e italianos del Piemonte. Esa prosapia se expresa aún en rostros y algunos raros acentos.
Imaginar lo que fueron aquellos inicios supone, antes que nada, una visita al Museo de la Colonia San José , a 8 km de Colón. Se trata de una muestra impecable de objetos que reflejan los oficios y la vida de esos pioneros, donados por sus descendientes.
En San José también se puede visitar la fábrica Bard, donde se elaboran licores de miel, naranja y yatay (el fruto de las palmas), con las recetas ideadas hace un siglo por los hermanos Bard, originarios de la región de Saboya.
El Molino Forclaz, a 4 km, es otro testimonio de esa influencia europea. Sus cuatro aspas nunca llegaron a moverse por la falta de vientos, pero el cono de piedra mora y ladrillo construido en 1888 por el suizo Juan Forclaz es ya un icono entrerriano.
El siguiente alto es Liebig, adonde se llega por un camino de tierra colorada. El pueblo conoció el esplendor y el ocaso de la mano de un frigorífico de capitales ingleses, creado en 1903. En éste se elaboraba el extracto de carne (fórmula del químico alemán Justus Von Liebig´s) y el corned beef, que se convirtió en la ración diaria de los soldados durante la II Guerra Mundial. Eran tiempos de chimeneas humeantes para la fábrica, que llegó a faenar 1.500 animales por día. La llamaban la cocina más grande del mundo. Después vinieron la decadencia y el cierre definitivo, en 1980.
Quedó lo único visible, es decir el esqueleto de la planta abandonada y los restos del predio industrial, que tiene algo de ciudad fantasma. Vagando por sus calles silenciosas se observan los chalets de estilo inglés destinados al personal jerárquico de la empresa, las casas de los obreros y un monumento, quizás el más curioso de la Argentina: una lata de corned beef.
Sin abandonar las huellas de los pioneros, vale la pena darse una vuelta por Colonia Hocker, un mágico pueblito rural con un puñado de casas, que lucen los escudos de sus apellidos, y una posada de campo,La Chozna. La tranquilidad del lugar invita a charlar con sus pobladores, que rescatan con orgullo el trabajo de sus abuelos gringos.
Al fondo del camino de tierra se encuentra el Almacén Don Leandro, una acogedora despensa familiar reorientada al turismo; aquí se ofrecen dulces caseros, miel, quesos y licores de naranja (Revientagauchos) y limón (Volteachinas) elaborados por su propietario, Leandro Pralong, su mujer e hijas. En el jardín, poblado de geranios, es posible degustar alguna especialidad saboyana o el clásico asado criollo con chimichurri, acompañado de un vino patero, mientras don Leandro explica que, con 31 hermanos, él sí sabe lo que es sobrevivir. Y vaya si lo sabe, su almacén revivió al pueblo.
Como siempre: ¡ MUCHISIMAS GRACIAS por tanta data!
Olvidé mencionar que el Corned Beef, de origen uruguayo y argentino alimentó también a las tropas inglesas que participaron en Africa en la guerra Anglo-Boer y que los caballos que utilizaba dicho ejército eran del mismo origen.
Como de costumbre muy buen post.
Recorriendo la zona, conviene recordar que en en siglo XIX, las aguas del río Uruguay fueron testigos de los dos bombardeos que sufrió Paysandú y recordar los versos de Gabino Ezeiza, que comienzan diciendo «¡Heroico Paysandú, yo te saludo!…» y recordar que en las islas adyacentes se refugiaron las mujeres y los niños de la ciudad donde fueron socorridos por orden del General Urquiza.
En la iglesia de Paysandú al igual que en la de Santo Domingo en Buenos Aires unas hemiesferas de madera en el techo y en la mampostería del edificio simbolizan el daño sufrido por el templo, muy expuesto al fuego por estar ubicado sobre una elevación del terreno. En el colegio anexo atendido por los padres de Don Bosco hay un interesantísimo museo que vale la pena visitar.
En Paysandú, la fiesta de la cerveza en Uruguay y lugar donde nació el famoso postre «Chajá».